miércoles, 18 de agosto de 2010

"ONCE CUENTOS MÁS" DE SANTIAGO CORTÉS















                                      ONCE CUENTOS MÁS

Santiago Cortés



Prólogo







El oficio de contar arraiga en lo más hondo de las tradiciones de la humanidad y acompaña el desarrollo del lenguaje, mucho antes de la escritura; es actividad inherente al ser humano y es inconmensurable el número de cuentos en cada cultura, en cada lengua.

Y hoy tenemos Once cuentos más, título que no nos adelanta más que una cantidad y una forma dentro del género narrativo: intencionalidad del autor, que no quiere facilitar otros datos, posibles inductores de la lectura, anticipadores de temas, ámbitos, climas, personajes… Concomitantemente, el desafío al lector a un descubrimiento sin preconceptos, sin condicionamientos, sin un hilo conductor a priori. Y con cierta ambigüedad –que puede inaugurar la intriga- en cuanto a que sean once más que se agregan a los ya escritos por el autor, o que se suman al acerbo literario universal; o ambos. O postura modesta frente al producto de la labor de escribir.

De cualquier modo, no es lo que más importa. Lo que cuenta es el corpus compuesto por esas once narraciones, aparentemente independientes, desligadas, pero con sutiles vínculos que el lector podrá percibir gradualmente, sobre todo a medida que se acerque a las últimas. Deberá descubrir, por ejemplo, qué comunes denominadores tienen los personajes en las situaciones evocadas –casi siempre se trata de recordar, ya el narrador, ya los personajes-, en circunstancias de fugaces protagonismos y hasta pseudo-protagonismos, anónimos, insignificantes, en fragmentos de vidas (hasta muertes) grisáceas, opacas.

Esas circunstancias de vidas insignificantes -en escenarios reconocibles para los uruguayos, con referentes geográficos de nuestro país, y temporales de un pasado no demasiado lejano en lo cronológico, pero sí en relación a la posibilidad de lo extraordinario- en que las ideas corrientes de heroísmo, drama, tragedia, cobran especial significación, no implican, de ningún modo, la obviedad en las tramas (a pesar de que podemos tener la impresión de estar ante personas que conocemos); por el contrario, el lector puede verse sorprendido frecuentemente por los giros de la acción, por el retardo de un dato, por –y fundamentalmente- finales inesperados.

Once cuentos más que, con su pequeña constelación de personajes –estos sí aislados, solitarios, con fugaces canales de comunicación- constituyen una unidad de clima, de cuidado estilo, con modalidades de lenguaje que remiten a cierto tono de la oralidad ancestral del cuento, con su consecuencia natural: la lectura fluye y atrapa al lector.

Se revela en estos once más una delicada y dedicada mirada a esos seres que nunca llegarán al gran protagonismo, a la trascendencia heroica -según cánones clásicos-, pero que se han hecho merecedores de la trascendencia que les brindan estos cuentos.



Enrique Palombo.



La ley es otra





El manco Aquilino había ido casi todas las noches a la whiskería de María Bonita desde su llegada a la ciudad, proveniente nadie sabía de dónde, siempre acompañado por alguien o acompañando a alguien. Al principio pagaba lo suyo con dinero, pero una noche comprobó, o fingió comprobar, que éste no le alcanzaba y consultó con la misma María Bonita sobre la posibilidad de firmarle un vale. Ella trabajaba al contado, pero como esa vez no dijo “no” él entendió “si”. Extrajo entonces de su auto un vale en blanco y un bolígrafo, pero cuando se dispuso a llenarlo María Bonita se animó a interrumpirlo:

- Es con la condición de que me cubras todas las facturas, hijo. Esta y las otras.

- Cuáles otras? Inquirió el manco más indiferente que sorprendido.

- “Todas” son “todas”. Esta y las que nos perdimos de ganar mis muchachas y yo mientras, en vez de atender a esos parroquianos que vienen con el taca taca, franelean con vos y tus amigotes.

El manco dio por aceptado el trato e incrementó abultadamente su deuda a favor de la mujer. Luego estampó tranquilo su firma.

Al otro día repitió la operación. El siguiente también. Después lo tomó por costumbre: una vez que él y sus

amigos bebían y fornicaban hasta el hartazgo y antes de irse se arrimaba a la barra, afirmaba su papel en blanco con el codo de su brazo único y documentaba su deuda por esa noche.

Fue en ese tiempo cuando su imagen se rodeó de una aureola de magnificencia que le duró muy poco: hasta llegaron a decir que a su brazo izquierdo se lo había trozado un tiburón en el Caribe y una noche un apasionado lector intentó, a su modo y muy borracho, consolarlo dando por seguro que el manco lo precisaba: le habló de mutilados y hasta de tullidos, le mencionó a Leopardi, a Byron, y a Quevedo como ejemplos célebres, y argumentó que lo que le había pasado a Cervantes en Lepanto no era sino una prueba palmaria de que nadie necesitaba dos manos para cambiar el mundo sino sólo una.

Cuando la dueña de la casa que María Bonita alquilaba para su negocio le intimó el desalojo, ella creyó que para solucionar el problema sólo tenía que quitar su revólver de arriba de aquella pila de vales firmados por el manco Aquilino, ya voluminosa, y enviarla a su abogado para que se cobraran de ahí. Pero la parte demandante, al leer la firma de tales documentos, no dudó en contestar que eran incobrables por tratarse de quien se trataba el firmante, persona de su conocimiento y por demás insolvente.

Fue en esa circunstancia cuando María Bonita aprendió que nada valían en ese otro mundo – el grande, preexistente y presentido, el que siempre había estado ahí apenas traspasando la puerta de su negocio – las palabras, habladas o escritas, bajo el techo de aquel su triste mundo de burdel. Pero para eso el manco Aquilino ya se había ido de esa ciudad a otra, seguro a seguir haciendo lo único que sí se confirmó que sabía hacer: disparar su astucia y su mala fe contra mujeres incautas.







Un hombre espera





Cejas cargadas de un pelito blanco, abundante, que parecía ser el mismo que asomaba en las ventanas de la nariz y en las orejas de aquel hombre ya viejo. Nariz leve aunque precipitada y boca pequeñita, tan pequeñita que uno no sabría decir si estaba empezando a sonreír o si acababa en ese momento de contraerse. Cuando el taxista vio al pasar aquella cara pensó de inmediato que la había visto antes. No sabía dónde ni cuando, pero la percibió como algo que, de tan extraño, terminaba por hacérsele llamativo, curioso; otras formas de lo ya conocido al fin. Le pareció que algo había querido decirle aquella boquita que coronaba a un mentón breve, aquellos ojos de párpados somnolientos bajo los cuales se veían dos mitades de iris. Sin embargo la boca calló cuando él pasó frente a aquel banco y así se quedó lo casi dicho, paralizado en ese lugar donde se nos quedan los silencios que jamás se convierten en palabras.

El taxista llegó a su resguardo, se sentó y encendió el televisor y un cigarro en la más absoluta distracción. “All that jazz”. “Chicago” comenzaba. El hombre viejo estaba en el banco más próximo, su pie izquierdo descansando sobre el derecho en un leve cruzarse de sus piernas, cuatro dedos de su mano izquierda encajados contra cuatro de su derecha y ambos pulgares girando, uno alrededor del otro, como sólo saben hacerlo por tiempo largo los viejos, como gira en círculos la desesperanza, como gira todo lo que fue hecho para girar y volver siempre al mismo punto. Por los cuatros costados de la plaza automóviles y gente iban y venían en su cotidiano utilitarismo. Allí, en el apretujado reducto de los taxistas todo era diferente. Un hombre pensaba a solas en Angelito durante el primer día de su ausencia en mucho tiempo, como deseando que hasta en sus pensamientos hubiese soledad. Eran las diez y media. Pero las horas caían en aquel lugar – una – otra – otra - desde el reloj de la iglesia, haciendo pensar que el transcurrir temporal podría llegar a ser algo tan aburrido como la posibilidad del infinito. Nada cambiaba ni había cambiado, a no ser por la ausencia sorpresiva de Angelito. Aunque de Angelito nada sorprendía, ni siquiera su ausencia, pues siempre se cambiaba de banco – en ocasiones dos veces en un mismo día – y porque a veces en el centro de la plaza era para los transeúntes un intérprete de canciones de Joan Báez, otras veces subastaba antigüedades traídas de Birmania, otras era un político encendido que los arengaba a votarlo para hacer los cambios que la ciudad estaba precisando, o anunciaba eternamente el arribo de un circo checo con una mujer decapitada que nunca llegaba a aquel lugar. Angelito formaba parte del paisaje de la plaza en cada tarde. Si estaba, con su presencia. Cuando faltaba, como en esa oportunidad, en el espacio vacío en que se notaba su huella. “Se sintió mal y ha de estar en psiquiatría” pensó el taxista “Si es así seguro va a volver”. “O si no lo habrán dejado en un geriátrico”. Tal posibilidad lo molestó pues, de ser así, sabía que Angelito ya nunca regresaría.

Lo que jamás se indagó de veras el taxista en esa tarde fue la razón por la cual aquella cara, la del banco, le había parecido familiar. Como colores y formas proyectadas en una pared, la ausencia de Angelito había desplazado a la presencia de aquel otro hombre, a cuya cara no sabía si la había visto ya en su espejo retrovisor, o tras abrir la puerta frente a la caja de jubilaciones, o en la semioscuridad en alguna noche de quilombos. No sabía. Era tanta la gente que a lo largo del día ocupaba los bancos de aquella plaza que se volvían incontable ella e irreconocibles sus caras.

Cuando el taxista miró por segunda vez hacia el banco que ocupaba el viejo, éste se había incorporado y comenzaba a caminar trabajosamente hacia el refugio, hacia él. Otro taxi pasaba por ellos y saludaba tocando bocina. Se había terminado el cigarro. En la televisión Katherin Zeta Jones esperaba ansiosa a Richard Gere que caminaba soberbio frente a un grupo de húngaras asesinas presas. El hombre viejo ya había caminado casi los quince metros que lo separaban del taxista. Había trepado por la ladera del miedo, había llegado a su cúspide y entonces, del otro lado ya y parado frente a él, se animó recién a preguntarle:

- Dígame usted, que sabe: el cantor, no viene hoy?











12 de agosto de 1991



Colonia, Uruguay, hora 16 y 52:



Un hombre con una gabardina negra y un portafolios azul – muy alto, con abundante aunque corto cabello rubio y cara de tener pocos amigos - había concertado el viaje con el taxista de un Pasatt:

- Cuánto me cobra por llevarme hasta Montevideo?

- Cuándo?

- Ahora, en media hora más o menos

- Ida sólo o ida y vuelta?

- Ida nada más.

- Con espera?

- No, señor. Usted nos deja en un lugar y se vuelve.

- En qué lugar?

- Se lo digo - respondió el primer hombre mientras extraía de su portafolios una tarjetita blanca y leía: - Es el “Cilindro Municipal”, conoce?

El taxista dijo que sí y sacó de su gaveta una calculadora con la cual estuvo más o menos veinte segundos.

- A Montevideo, sin espera son cinco mil. Si vamos por adentro, claro. Ciento cuarenta y siete quilómetros.

- ¿Qué es “Por adentro”

- Por adentro. Por la ruta 1 vieja. Ahí acortamos

como treinta quilómetros.

- ¿Buen camino?

- De piedra, mejorado.

- ¿Usted me asegura que llegamos sin desperfectos? Mire que en el entorno de las veinte tenemos que estar en ese lugar, indefectiblemente.

- Sí, señor. No es mal camino.

- Vale. Regreso en media hora. Tenemos que estar en el puerto cuando arribe la lancha. Ahí recogemos a dos señores que vienen de Buenos Aires y en el momento estamos saliendo.





17.04:



El taxista llegó a su casa, preguntó si sus hijos estaban todavía en el liceo, hizo saber a su mujer que le había salido un viaje a Montevideo y que partiría apenas llegada la lancha.

- Y cuándo volvés?

- Hoy nomás. Es sin espera. Llegamos allá y vuelvo, según me dijeron.

- Sabés quiénes son?

- No sé. Un hombre con aire de porteño, altísimo, con una gabardina negra. Pero en el puerto levantamos a dos más. Le gritó él desde el baño.

- Entonces no sabés nada.

Después le dijo que cenaran y se acostaran porque no esperaba regresar antes de la una de la mañana.

- Cuidate - le dijo su mujer. (Se lo recomendaba cada vez que le salía un viaje a las afueras de Colonia, como si el peligro para un taxista sólo existiera en la ruta)

- No te olvides que todavía es lunes - bromeó él. – Martes 13 recién va a ser mañana. ¿Tenés miedo de que me contagien el cólera?

- No, pero sabés que cuando salís por ahí quedo cagada. Y no es del cólera. Es de miedo.



Después él se fue rápido a la estación de servicio, llenó el tanque de Gas Oil, ordenó revisar el nivel de aceite, completar el agua destilada y dar treinta libras de aire a los neumáticos, incluido el auxiliar. Mientras el pistero hacía todo esto él abrió la guantera y extrajo de ella un fajo envuelto en una bolsa de nylon y asegurado con una gomita elástica color verde. Verificó que llevaba todo: el certificado de la póliza del Banco de Seguros, licencia de conducir, propiedad del vehículo, y hasta el último recibo de la D.G.I. Por último sacó su revolver, un Taurus 901, comprobó que estaba cargado y lo guardó nuevamente, esta vez en el bolsillo de su puerta, junto al gas paralizante.





Puerto de Colonia, hora 17.32:



Los hombres que venían en la lancha eran, efectivamente, dos: uno tan alto como el del portafolios azul, con aspecto de guardia de seguridad y cabello cortado a navaja. El otro era un hombre de unos cincuenta años, un poco más bajo que aquel, pero más espigado. Usaba anteojos Ray Ban, un saco beige y una bufanda color blanco. Había encajado su cabeza en un sombrero pequeño y de ala baja que apretaba un cabello algo cano y enrulado. Caminaba con las manos en los bolsillos de su vaquero, siempre mirando hacia abajo. El taxista lo halló parecido a uno de esos turistas que seguido bajan de la lancha tras vestirse de pies a cabeza en peatonal Florida. Se dirigieron casi derecho al taxi cuando avistaron al hombre del portafolios azul. Cuando subieron al auto el taxista descubrió que el último usaba el mismo perfume que tenía su escribano cuando le hizo los papeles del auto que había encargado.



Carretera a la salida de Colonia, hora 17. 44:



Apenas saliendo de la ciudad el hombre de los anteojos Ray Ban parecía observar con cierta curiosidad el campo. El del portafolios azul, que viajaba junto al conductor, comentó casi por obligación:

- Linda tarde, eh?

- Han hecho unos días preciosos. Y eso que todavía estamos en pleno invierno.

Más adelante el tipo del portafolios azul, al ver la ruta

1, iba a de la ruta 1, iba a decirle:

- Buena ruta. ¿Siempre es así de transitada?

- A veces más. En verano sobre todo. Vienen muchos argentinos a Punta del Este. Corren mucho. Han tenido un montón de accidentes acá por correr. La mantienen en buen estado por el turismo.

- No hay otra forma de llegar a Punta del Este?

- Muchas. Pero la más directa es ésta. ¿Conoce Punta del Este?

- He venido. Pero por cuestiones de trabajo.

- ¿Trabaja en una agencia de viajes?

- No. Trabajo para Daniel Grinbank.

- ¿Para quién? - subió el volumen de su voz el taxista.

- Daniel Grinbank. Ejecutivo de espectáculos.



Ruta 1, hora 18.32:



El taxista llegó a ver que los dos hombres que ocupaban el asiento trasero hablaban animadamente en baja voz, casi discutían. Acondicionó disimuladamente su espejo retrovisor para poder controlarlos mejor. El del saco beige, que no se había quitado los anteojos ni el sombrero, se ayudaba con gestos. Había algo de judío en su rostro afilado y penetrante, en su nariz pequeña y aguda que coronaba una boca playa. El de cabello cortado a navaja reía pareciendo no entenderlo mucho. Sin embargo el primero le dijo algo que él transmitió al que iba adelante:

- Sería posible encontrar algún lugar donde hacer una parada? - indagó tras eso el del portafolios azul.

- Un restaurant dice usted?

- No tanto. Cualquier lugar donde el amigo pueda comer y beber algo, ir al baño, refrescarse, yo qué sé.

- Lo de Rosita.

- ¿A cuánto estamos?

- Y…ocho o nueve quilómetros. Es antes de llegar a Valdense… Pero no sé si les va a agradar…No es un restaurant; es sólo una señora que hace comidas para camioneros.

- ¿Muy concurrido el lugar?

- ¡Qué va! A lo sumo un camionero que entra y otro que sale. Nada más.

- Mejor. Tanto mejor.



Ruta 1, hora 19.07:



Lo de Rosita no era más que una habitación bien iluminada y prolija donde se respiraba un intenso olor a hipoclorito. En lo alto de una de las paredes había un televisor en un soporte de hierro color negro. En torno a una de sus tres mesas para comensales, cubierta por un mantel de acrocel a cuadros blancos y amarillos, se sentaron los cuatro hombres. Una muchacha con aspecto

campesino estaba mirando muy entretenida “Una lágrima

sobre el teléfono”, pero cuando los vio entrar bajó el volumen desde su control remoto y vino a atenderlos.



- Tu madre se va a enojar porque siempre le caigo a deshoras - le dijo el taxista. La muchacha sólo le devolvió una sonrisa amplia.

- ¿Qué van a servirse? - preguntó.

- No sé qué quieren los señores. Hoy ando contratado.

La muchacha giró hacia el hombre del portafolios azul.

- Para mí algo rapidito nomás.

- Le recomiendo los escalopes de Rosita - terció el taxista.

- Escalopes entonces. ¿Qué guarniciones tienen?

- Puré, mixta, rusa, fritas…la que usted quiera - le respondió la mesera.

- Para mí con mixta, agregó el del cabello cortado a navaja.

- ¿Y el caballero? Preguntó ella mirando al que restaba, que había colgado su saco beige y su bufanda blanca en el respaldar de su silla.

- Para él lo mismo - se adelantó el del portafolios azul – Y agua mineral para todos.

- El compañero no entiende mucho nuestra lengua, ¿sabe? - sintió necesidad de justificarse mientras comía el hombre que decía trabajar en la productora - Por eso tuve que ordenar por él.

- Tampoco habla? - quiso saber el taxista.

- No. Canta nomás - agregó el del cabello cortado a navaja.

- ¡Ah, mire usted, el hombre había salido bueno para la música entonces!- bromeó el del taxi mirando al taciturno comensal que, sin quitarse los lentes, devoraba su escalope con lechugas.

- Qué olor fuerte! - exclamó el guardia de seguridad.

- A desinfectante. - sólo respondió el taxista. - Es por el cólera. Todo el mundo anda asustado con eso.

- No me hable del cólera. Por temor a eso debimos aplazar este trabajo. El caballero debió venir en mayo desde San Pablo y pudo venir recién ahora desde Buenos Aires - informó el de la productora refiriéndose a su enigmático acompañante.

Los demás no dijeron nada.



Ruta 1, hora 19,12:



Al salir de nuevo a la ruta el taxista comentó:

- Se está haciendo la noche.

Encendió la calefacción.

- Es mejor - volvió a asentir el hombre del portafolios azul - Para lo que precisamos hacer, cuanto más oscuro, mejor.

- Simpática la muchachita, no?

- La de Rosita? Mire si no. Vengo seguido. Las hijas la ayudan mucho. Vengo porque es un lugar tranquilo, ¿me entiende? Ella hace comidas caseras para la gente del camino. Mujer muy trabajadora. El marido se fue hace tiempo. Tipo bala. La pasaba cagando a palo, hasta que un día se cansó. No ella, digo: el. Se cansó él de pegarle y se fue. Ella se revuelve lindo con ese bolichito.



Ruta 1, hora 19, 40:



El hombre de anteojos parecía haberse quedado profundamente dormido. Su acompañante miraba ansiosamente la hora y el taxista decía al que viajaba junto a él:

- El mes que viene, si Dios quiere, me entregan el auto que encargué. Ya está en la zona franca, según me dijeron en la automotora. Otro Wolksvagen, pero full equip, sabe?. No como éste. No tengo nada que decir de éste. Pero para estas cosas hay que tener aire acondicionado. Hoy no, pero imagínese en verano… Acá trabajamos con gente muy exigente. Los que vienen a Punta del Este, por ejemplo.





Ciudad de Montevideo, hora 20.02:



El hombre de los Ray Ban se había despertado y observaba el paisaje. Le dijo algo al que iba con él y sonrió apenas. Al sonreír dejó que el taxista descubriera en él una dentadura de Hollywood.

- Tiene la factura? Preguntó el de la productora abriendo su portafolios. Es preciso que vayamos arreglando lo del pago ahora.

- Sí, señor - respondió el taxista extrayendo del bolsillo de su camisa un papelito rosado.

- Cinco mil?

- Cinco mil, exacto.

- Es del Lloyds - dijo el primer hombre refiriéndose al cheque que estaba empezando a llenar. - Tiene agencia en su ciudad?

- No señor, a decir verdad, no.

- De todas formas puede colocarlo al cobro en su banco - respondió terminante mientras lo firmaba. - Sírvase.

El taxista comenzó a revisar el cheque al tiempo que atendía el tránsito. Después lo guardó en el bolsillo del cual había extraído la factura.

- Sería bueno si usted pudiera dejarnos en alguna calle no muy transitada, lo más cerca posible del Cilindro - comentó el hombre de la gabardina negra al conductor.

- Va a ser difícil - le respondió aquel cuando los cuatro vieron el estacionamiento y las inmediaciones del edificio atestados de autos - Parece que canta alguien ahí.

El hombre no respondió. Había comenzado a abrir su puerta con el vehículo en marcha registrándolo todo muy atentamente.

- Por acá está bien, ordenó rápidamente. Los de atrás abandonaron el auto en silencio. El de adelante saludó antes de hacerlo al taxista, le agradeció su servicio y le hizo saber su nombre. El taxista puso la primera y gritó sin quitar el pie del embriague

- Ey!

- ¿Si? - se volvió el de la productora, que ya caminaba sobre la gravilla.

- Dígame por lo menos cómo se llama el señor - pidió señalando con la cabeza a los otros dos, que para eso se habían adelantado camino hacia el Cilindro.

- Cuál de ellos?

- El más bajo, el de lentes y sombrero.

- Dylan.

- ¿Cómo?

- Dylan. Bob Dylan.









Relato entre paréntesis





De las memorias atinentes a oficios y profesiones a ninguna he conservado con tanta fidelidad como la que sigue. Ésta me fue referida en la madrugada del 13 de agosto de 1993 en un bar de Paraguay y General Caraballo por Elías Sandoval, escribano público que la protagonizó, la rió y la sufrió:



A las 22. 30 de un día que Sandoval recuerda con precisión de escribano: 30 de octubre, éste recibió una llamada de un desconocido. Con una voz cascada y llena de pausas éste se identificó como Bernardo Vignoles, y le encomendó el trabajo de certificar la firma de un contrato entre un futbolista y el equipo de la “Real Sociedad” de San Sebastián. Para realizar tal tarea el profesional debía hacerse presente el día siguiente exactamente a las nueve en Joaquín Requena 1082, apartamento 26.

Elías Sandoval llegó a la dirección señalada a las 8.45. Se trataba de uno de esos viejos edificios en dos plantas de apartamentos, con largos corredores mal iluminados. La puerta individualizada con el número 26 resultó ser pequeña y de color marrón oscuro.

Accionó el timbre. De inmediato entreabrió apenas la puerta un hombre carilargo, de cejas cargadas y mirada indiferente y mecánica.

- ¿El escribano Sandoval? Quiso saber.

- Así es. El señor Bernardo Vignoles le sabrá explicar….

- Adelante - interrumpió destrabando la cadena de seguridad el hombre, al tiempo que el escribano pudo recién ver que vestía un equipo deportivo de colores rojo y verde.

El escribano le tendió la mano:

- Mucho gusto. ....Supongo que el señor es Leonardo Pazanno.

- Si, se apresuró el hombre. - Puede tutearme si lo desea, Leonardo Pazanno es un hombre como cualquier otro.. - El contratista no ha llegado aún. Lo espero desde las ocho - dijo, y abandonó aquel ambiente.

La habitación era grande en comparación con su puerta, o al menos así pudo impresionarle al escribano por encontrarse totalmente desprovista de muebles.

- Ayer empaqué todo y lo hice llegar esta mañana muy temprano al aeropuerto - agregó ya desde alguna pieza contigua. - Debía haber estado allá hace dos semanas.

Cuando regresó, portando una silla, la colocó más o menos en el centro y formuló una invitación que fue casi una orden:

- Tome usted asiento. Le advierto que esto va para largo. Estas cosas son muy delicadas y serias….

Hablaba rapidísimo y con un infantil registro. Parecía que las palabras saltaran en su voz. Las paredes habían sido pintadas en celeste fuerte no mucho tiempo antes. En ellas sólo colgaban fotografías prolijamente enmarcadas en las cuales no era difícil reconocer a Pazanno. En una posaba agachado entre los once jugadores de Chelsea antes de comenzar un encuentro. En otra alzaba una copa rodeado de jugadores tan transpirados y eufóricos como él, al tiempo que algunos periodistas intentaban introducirse en el tumulto. La tercera era una fotografía oportunista de uno de sus goles, aparentemente rematado desde fuera del área. El golero y la pelota aparecían en movimiento, pero se veía que el balón había ingresado al arco justo rozando el palo derecho. Más allá observaban expectantes varios jugadores de Boca Juniors, y más lejos todavía estaba él, a medio caer, con la pierna izquierda levantada.

El escribano se sentó despacio y colocó el portafolios sobre sus rodillas.

- Si usted quiere puedo enseñarle una muestra del contrato, dijo Pazzanno – Tengo la precaución de llevar una, vaya al país que vaya. Uno nunca sabe…

Y sin esperar respuesta se fue otra vez, revolvió papeles durante aproximadamente dos minutos y reapareció con varias hojas amarillentas y corrugadas.

- Léalas atentamente - le sugirió al tiempo que las dejaba sobre el portafolios cerrado. - Recuerde que ningún detalle se nos puede escapar. Sólo debe poner su firma. Y controlar que no me perjudiquen, desde luego. No olvide que son novecientos mil el pase, ni un dólar menos. Ciento ochenta para mí. Quiero también un apartamento en San Sebastián, eso ellos lo saben, y un colegio privado para mis dos hijos. Además, un automóvil. Mire que sus honorarios le serán abonados en el acto. Se los abono yo. Lo aclaró Vignoles? Le pregunto porque ayer se me fue enojado un escribano creyendo que no se le iba a pagar nada. En cuanto a esa gente que ha de venir, hay que tener mucho cuidado... Si… Los conozco a todos!…. Mire: hoy nomás los he estado esperando desde las siete. Ya van a ser las nueve y nada. El contratista viene con un representante del club que se aloja en el hotel Bristol, un tal Ritzel o Ritez, no lo recuerdo con exactitud. Como ayer me había quedado sin teléfono tuve que ir al monedero de la farmacia; llamé a ese hotel y me dijeron que alguien con ese nombre se alojaba efectivamente ahí, pero que en ese momento se encontraba afuera. Hoy no he llamado aún. Ha de ser por eso que estoy ansioso. Hace ya casi tres meses que estoy sin moverme. Apenas en Europa me integraré al trabajo del equipo, a ver si llego. Me dijeron que me precisaban para la Champions League... Voy a traer otra silla, así me siento yo también. Sólo me quedé con dos porque sabía que usted vendría hoy…

Apenas de regreso Pazzanno enfrentó su silla a la del escribano, se sentó y empezó a pasar sus manos sobre sus muslos y rodillas.

- Yo no puedo estar mucho tiempo de pie. ¿Usted sabía

que no es bueno que los futbolistas estemos mucho tiempo de pie? Si, no es bueno. Y menos los futbolistas internacionales… Esta es la oportunidad de mi vida, exclamó luego, cuando ya volvía a incorporarse. – Y si esto no me sale ya no será lo mismo. Treinta mil dólares de sueldo al mes, contrato por doce meses. Si el equipo anda bien y entra en la copa Europa me lo renuevan y estoy parado para toda la vida. Pero usted tiene que defenderme. Tiene que estar atento a cada palabra que escape de sus labios, a cada letra que estampe, a cada uno de sus movimientos….Si se equivoca pude arruinarme de por vida. Pensar que uno se pasa la vida buscándola o trancando fuerte, cuando la tiene meta driblings y bicicletas y escapando de los consabidos puntapiés en los tobillos, puñetazos en los testículos, codazos en el estómago. Y sigue igual para caer después en manos de personas tan poco escrupulosas…- Parecía hablar para sí. - Ah, esta espera, señor, esta búsqueda…. Cuántas veces nos sometemos sin darnos cuenta a enervantes esperas, no? A búsquedas sin cuartel en las que lo hipotecamos todo. Pero un día caemos en la cuenta de que aquello que tanto anhelábamos hace ya mucho tiempo llegó, se fue, y uno no lo vio. Sabe porqué? Por eso, porque no tuvo ojos ya para verlo. Lo que era un sueño llegó y se hizo realidad, sólo que bajo otra apariencia o con otro nombre quizás. Me permite una infidencia? Mire: cuando yo era niño vivíamos en una casita muy modesta que daba a un baldío donde jugábamos al fútbol. Sólo dejábamos de hacerlo al caer la noche, cuando no podíamos ver la pelota. En casa mi madre tenía una imagen de San Cayetano y nos había dicho que aquel santo era tan bueno que si un día le pedíamos algo, pero le pedíamos con el corazón, no dejaría de escucharnos y después nos iba a ayudar. Una vez, en Italia, jugábamos por la semifinal de la liga en el estadio de Cagliari. Empatábamos cero a cero. Yo estaba en el banco. Es más: la prensa descontaba que para la próxima temporada me desafectarían, aunque había varios clubes interesados en mi contrato, según parecía. Los tifosi empezaron a corear mi nombre. A los veintidós del segundo tiempo me llaman. El momento justo para dar vuelta un resultado. Me mandaron entrar por la izquierda. Ellos querían mantener el resultado haciendo pressing y necesitábamos alguien que probara de lejos. A los veintiocho viene una pelota cruzada y a media altura. Creo que si hubiera probado con la cabeza no me habría dado, pero le di con la izquierda desde cinco metros afuera del área. Lo había visto al golero muy a mi derecha, por eso no crucé el tiro sino que lo largué a mi mismo palo. El se tiró bien, pero no iba a llegar nunca…Ese fue el único gol del partido, pero nos dio para ganar. Después tomé un avión a Bari, donde vivía mi familia. Cumplía años mi hija menor y en el aeropuerto le compré una casa de muñecas. La pantalla del avión no dejaba de pasar aquel gol. - ¡¡Three fingers!! Gritaba el inglés de la tele. – ¡¡Three fingers!! Por el camino el conductor del remise me preguntó si acaso venía de Cerdeña. Cuando le dije que sí me preguntó si no había estado en el estadio. Le mentí que no y él me dijo: Vea ese partido por televisión entonces. El gol de ese Pazanno, no?.. No creo que vuelva a hacer uno igual en su vida….

Entonces el hombre se puso de pie, dio tres pasos maquinales hasta una de los cuadros que colgaban en la pared. Paseó suavemente los dedos de su izquierda como si lo intentara examinar a través del vidrio. Después miró al escribano con ojos desencajados y escrutadores y razonó:

- Yo nunca le había pedido a San Cayetano estas cosas. Ahora lo sé. Le había pedido ser feliz a secas. No goles ni sesenta mil personas gritando mi nombre….La felicidad, acaso, no tendría algo que ver con aquello?

El mismo se respondió:

- La felicidad, amigo, consiste primero en saber en qué cosa consiste la felicidad. Me explico?....Yo sé que usted los conoce, que es uno más de ellos, claro. Pero ahora también es mi amigo, está conmigo, es mi compañero de equipo. Dígame si acaso sabe que hoy tampoco han de venir!

- Señor, yo...

- Si, ya sé cuál ha de ser su respuesta; todos la dicen: Que usted no los conoce, que no ha entablado el menor trato con ellos. Si no los conoce cómo es que ha podido llegar hasta acá entonces?

- En realidad..

- Claro: vino pues recibió una llamada de alguien que para usted era un extraño. Quiere que le enseñe algo? Mis años hollando las más famosas canchas del mundo me han enseñado que nunca hay que fiarse de voces extrañas. Llamarlo cualquiera lo llama a uno, en cualquier lugar. Están las órdenes del coach, los compañeros que le piden un pase, está el juez siempre justificándose. Y está el tumulto de la hinchada, miles de voces…Si amigo, llamarlo cualquiera lo llama a uno. El problema es quién se hace cargo de tal llamado. Por favor acabemos con este juego: Ahora usted va a ir a ese lugar y darme su palabra de escribano que no va a volver sin ellos a sacarme de acá....No, mejor quédese. Es posible que usted ya no regrese - lo se - o lo que es peor, que en su ausencia aparezcan esos dos hombres. En realidad me sentiría muy incómodo si arribaran y no tuviera ya en mi presencia un escribano. Sin su ayuda soy capaz de cualquier cosa. Y no se debe a que usted sea el único escribano de ese país ni el último, por cierto. Existen innúmeros en la guía telefónica.

- Cuándo van a venir? Me permite que le enseñe algo? A usted al menos lo conozco, he visto su rostro, estreché su mano. De ellos ni siquiera sé si existen en verdad. Si uno de ellos existe ha de ser un delantero endiablado, que puede aparecer lo mismo por un lado que por otro, y frente al cual toda estrategia defensiva sería vulnerable. Párese, párese usted en ese lugar. Qué sentiría usted si en este momento espera que lo sorprenda por acá, se tira con ambos pies y yo entretanto lo gambeteo por este otro lado? Desconcertante, eh? He aprendido que para triunfar en esto hay que ser siempre desconcertante. Ellos lo son y tienen razón tal vez…

Se sentó y tras hacerlo levantó veinte centímetros ambas piernas de su equipo deportivo.

- Sabe qué son estas marcas? Le preguntó al escribano mientras descubría unas pantorrillas contusionadas. – Golpes. De mis rivales. Aquí están los calzados de los defensas que enloquecí, los más famosos del mundo. Aquí de repente está la marca de Osvaldo Ardiles, y aquí la de Guillermo del Solar. Capaz que a este derramecito me lo hizo Beckembauer, o Fachetti…. Hoy usted me conoció personalmente, claro, sin embargo en estas marcas usted pudo por lo menos conocer el precio que uno paga por ser un diez habilidoso …

Una cadena de oro bajaba entre el puño del equipo y su mano. De pronto se acercó a otra de las tantas fotografías y se detuvo justo frente a ella.

- El repechaje de la liga de Bulgaria. Ese año sí que el Dínamo anduvo mal. Los accionistas vieron caer la cotización de sus bonos. Fue el único año en el cual estuvo a punto de descender el club. Pero ganamos dos a uno ese partido. El segundo fue mío. Noventa minutos jugados a vencer o morir, créame… Porque en una cancha siempre hay una segunda oportunidad...Hay jugadas, hay estrategias, hay compañeros…Acá no… Cuando alguien golpee esa puerta comenzarán treinta, a lo sumo treinta y cinco minutos en los cuales se fraguará inevitablemente mi destino próximo. Y sólo estará usted para defenderme.

Será ahora, dentro de diez minutos, tal vez menos. Usted ya conoce mi trayectoria, sabe quién soy. Le he dado incontables pases de gol a Cruif, Muñoz en Argentina me había apodado “dinamita”, en Munich me decían “ell azote”. Y si me he quedado tres horas esperando a ese tal Vitez, Ritsen o cómo se llame, o tres meses sin ir al gimnasio no es mi culpa. A la culpa la tienen esos, que no llegan, amigo.

Al levantarse llevó su mano derecha a su cadera y estuvo dos segundos en esa posición.

- Ahora soy uno de los pocos adultos que aún juega, como los niños. De vez en cuando alguien me paga por jugar. El resultado en un campo deportivo puede variar y en ello a mí me va la vida. Pero eso no es lo real. Es real el juego, sí, como el golpe al saltar para cabecear en el área, o el que uno se da al caer tras chocar con el defensa. Eso es real. Como un pelotazo en la boca del estómago cuando uno se para en la barrera. Tales cosas son reales. Sin embargo es la realidad dentro de un juego al fin. No le comente a nadie que me ha visto en este estado. Si lo supieran podrían pensar que me he arruinado totalmente, y en ese caso se terminaría todo para siempre. No me importaría dejar un día de jugar y que toda la prensa dijera que cuelgo los zapatos. Lo mismo me daría hacerme entrenador de algún equipo, transferir jugadores, vender pelotas...Vea usted qué contradicción: eso de dedicar mi vida de hoy en más a transferir jugadores es una alternativa que me seduce. Pero esta espera, señor.

- Esta búsqueda de extraños… Yo, si quisiera, dispondría de entera libertad para irme a cualquier lugar del mundo. Sin embargo aquí me tiene, esperando siempre por gente que cree que su tiempo vale más que el de uno y por eso nunca llega. Pero sé que hoy se termina esta espera. Sí. Si de algo podría dar fe un escribano público esta mañana es de mi convicción de que hoy ha de terminarse esta espera. Para siempre…

El hombre saltó de su silla y tomó al escribano por el cuello….



Y al arribar a este punto de su relato el escribano asió de la solapa a un contertulio en aquella noche, como un par de años antes aquel extraño hombre lo había hecho con él. Es precisamente aquí donde se interrumpe mi conocimiento sobre el hecho, del cual hoy poco me resta. Leonardo Pazzanno, tales el nombre y el apellido de alguien a quien jamás volví a oír mencionar. En cuanto a Elías Sandoval, tampoco de él supe más. Aquella resultó la primera y última oportunidad en que coincidimos, y aquel el último instante en que mi atención se dirigió a él. Porque un segundo más tarde fue asaltada por el ulular de un camión de bomberos y el casi simultáneo estruendo, escalofriante, talvez de un inmenso vidrio, en el gran incendio que estalló en esa madrugada justo a dos cuadras de allí.





Retrato posible de un tal Valdomir





Ella llegó al baile a beneficio de la ambulancia de Villa Atardecer a las diez, acompañando a una pareja que a todas luces le era menor. El lo hizo una hora más tarde en una bicicleta Amstrong vistiendo un traje color ocre, camisa celeste claro y corbata. Se quitó la pinza con la cual protegía el bajo de su pantalón de la cadena, arrimó la bicicleta a un alto muro que rodeaba el local de bailes, extrajo de su bolsillo un manojo de llaves y la aseguró con un candado. Aún así tuvo la precaución de registrar el reducido espacio visible que le dejaban las dos lamparitas del exterior del salón. Además de un vendedor de frankfurters vio seis o siete muchachos con caras de aburridos que después no lo dejarían bailar tranquilo, cuando recordara a la bicicleta que había dejado fuera. Entró. La orquesta tocaba un ballenato medio apurado y se animó a acercársele.

- Me permite? le preguntó.

- Si señor - le dijo ella.



El la tomó por la cintura con su derecha, y con su izquierda le sostuvo la derecha en alto. Ella recostó en su hombro una mano de anillos de bijouterie y uñas pintadas de violeta, que había estado procurando emparejar dos horas antes. Así se fueron, bailando delicadamente juntos.

Era delgada y un poco más alta que él, aunque era probable que esto pareciera por llevar tacos altos. Su cabello era castaño, ya algo largo y mal arreglado. Era claro que debía tener ciertas arrugas, disimuladas bajo la base de su

rostro anguloso. Sus ojos eran fuertemente negros, delinea dos de más en su tez clara.



No habrían dado más de dos vueltas en la pista cuando el tema musical, que había sido ejecutado como tres veces para que durase más, se acabó. Los bailarines quedaron detenidos de a dos, mirando a la orquesta para no mirar a nadie en especial. El hacía ya unos minutos que deseaba tomar un poco de aire, por eso salió. Se acercó al muro al cual había recostado su bicicleta, orinó y regresó al patio del frente. Ahí se estuvo unos minutos y volvió a entrar. La orquesta tocaba una plena tan apurada que casi se parecía a un corrido. Ella bailaba con un hombre calvo, que vestía una camisa estampada en negro y naranja y un jean oscuro. Al poco tiempo lo miraba desde su mesa. El se acercó y volvió a invitarla. Cuando habían bailado cuatro o cinco temas la orquesta acabó su primera actuación. Uno de los músicos comunicó que regresaría en una hora, recordó que al fondo funcionaba la cantina y los dejó en la compañía del bandoneón de Cholito Fagúndez. Los bailarines habían comenzado ya a dispersarse buscando sus mesas cuando él le preguntó:

- Me permite un trago?

Y ella le puso sólo una condición:

- Si me acompaña a la mesa…



Al llegar le presentó a sus amigos:

- Ella es Azucena.

- Mucho gusto, Valdomir.

- Y él es Ricardo.

- Encantado, Valdomir.



Arrimó una silla y se sentó. Sobre la mesa había una Coca Cola y tres vasos vacíos. El pagó una cerveza y guardó su billetera en la cual había, además de dinero, algunos documentos y el recorte de una foto, ya vieja, de una muchacha de quien él ni siquiera sabía el nombre pero, según le habían sugerido, era su madre. Su cabello más bien rubio enmarcaba unos ojos fuertemente negros y un rostro diminuto, también anguloso, de labios finos y tez clara. Los cuatro se pusieron a beber despacio mirando hacia los pies de los bailarines en la pista que, ahora, había comenzado a llenarse otra vez. Sus ocho piernas se orientaban hacia la mesa que resultaba pequeña para tantos. Las dos mujeres y él se sentaban sin recostarse al espaldar. Ricardo sí se recostaba a sus anchas, con su brazo derecho sobre el espaldar de Azucena y su mano izquierda sobre su rodilla, acompañando el ritmo del bandoneón de Cholito Fagúndez. Vestía remera blanca y pantalón azul. Era un mozallón de unos veintidós años, más bien gordo, de piel curtida y cabello cortado bajito que parecía estar siempre mojado. Como si quisiera hilvanar una idea con la que la precedía, para iniciar una conversación, Valdomir dijo:

- Este….

- Viene de lejos? Preguntó cuatro minutos después ella, casi sin dejar de mirar a la pista.

- De “Las barreras”, le contestó él empezando a acomodarse en su silla. - Diez quilómetros. Si, señora.

- Nativo de ahí?

- De más adelante, de “Paso chico”. Si, señora.

- Trabaja en “Las barreras”?

- Así es. Si, señora. Estoy a cargo de una plantación.



El primer trago de cerveza, aunado al calor que imperaba en aquel bailongo, lo llevó a aflojarse un poco el

nudo de su corbata.



- Sale muy seguido a bailes?

- Sólo a principios de mes. Voy a los de la Sociedad Criolla, a los de la escuela… A los que hace Mosquera no voy. Mucho barullo.

Ella sacó de su cartera un lápiz y retocó sus labios finos.

- Solo? Quiso saber con un estremecimiento imperceptible.

- Si, señora. Vengo solo.

- Me refiero a si no tiene familia…o una compañera…

- No, señora. Los patrones me dan para vivir ahí en la plantación mismo. Pero vivo solo, así como le digo.

- Qué raro, no?

A él algo había empezado a golpearle las sienes.



- ¿Raro? ¿Qué?

- Un muchacho como usted, digo, solo..

- ¿Como yo? ¿Porqué dice eso?

- Tan trabajador. Y sociable. Raro que no haya encontrado alguna muchacha….

Como ella no lo miraba él no tuvo la necesidad de componer un gesto.

- Será el destino que uno tiene…

- Una muchacha con quien formar un hogar…tener hijos…compartir la vida, para no andar solos. Yo qué sé.. Un muchacho como usted seguro no va a demorar mucho tiempo en encontrar su media naranja.

- ¿Cómo?

Ella no supo si el interrogante buscaba que repitiera lo que acababa de decir, o que le enseñara cómo encontrar a la mentada mujer. Optó por lo segundo.

- En una ocasión como ésta, por ejemplo. En estos bailes hay tantas muchachas.. …Y tan buenas….Es difícil estar solo. Se lo digo por mi experiencia. Míreme. Si usted quisiera….





La conversación recientemente inaugurada pareció caer en un pequeño marasmo. El después sabría que Azucena era una muchacha muy buena que trabajaba como doméstica en unas casas del centro, que ella era amiga de su madre desde cuando vivían en campaña, que Ricardo era su prometido desde hacía cuatro años y que tenían proyectado casarse – si Dios lo permitía – el año entrante. Ella era el excedente casi necesario en aquella díada amorosa que cerraba a la perfección. El, aunque no se hubiera dado cuenta, sobraba también aquella noche en todas partes. Ella dejó pasar un tiempo aunque no se animó a terminar su cerveza. Tampoco él lo hizo. Había empezado a sentirse liviano, como elevándose. No entendió necesario decirle que condescendía con tan acordadas razones. Todas las noches muchos hombres deambulaban diez quilómetros, y más, hasta dar en algún sitio como aquel, buscando porfiadamente no otra cosa sino ese lugarcito junto a otra persona donde la soledad se empequeñece hasta casi desaparecer, lugarcito al cual muchos se acostumbran pronto a llamar “destino”. Cholito Fagúndez ejecutaba muy mal en su bandoneón “La loca de amor”. El llegó a ver a los bailarines tras una leve cortina de líquido que se instaló de golpe en sus retinas. Eructó.



Había llegado el momento en el cual podría pronunciar él dos palabras que bien habrían cabido en aquella zona de sus silencios:

- ¿Si, mamá?













Des – encuentro en un bar



- Ese muchachito tiene una voz privilegiada! Había llegado a decir el dueño de la radio cuando lo descubrió pregonando en Plaza Colón. – Es un desperdicio que esté aquí, vendiendo maníes. Allá podría estar vendiendo vestidos de novia…o ataúdes. Si se perfeccionara, claro.

Aquella mujer, sin embargo, no lo había conocido gritando “maní” en la noche del centro. Había sabido que él existía en otra noche, en su casa.

Siempre hacía lo mismo: activaba Sleep en el receptor, apagaba la luz de su dormitorio y esperaba a quedarse dormida escuchando el programa de clásicos instrumentales de las veintitrés. Recuerda que esa noche, cuando oyó el reclame de “Hotel Mumbay” habían pasado exclusivamente Paul Mauriat. Sola, y en su duermevela, se preguntó cómo sería estar con aquella voz, o mejor: con el hombre de quien aquella voz provenía. Imaginó que ambos estaban en una habitación de aquel hotel, que los puntitos candentes de sus cigarros zigzagueaban en la oscuridad y que, desde muy cerca, él le hablaba. Desde ese momento, y hasta aquel encuentro, volvió a experimentar tal fantasía cada vez que oyó dicho reclame. Durante veinte días aquella había sido una voz sin rostro, una voz que crecía cada cuarenta minutos, cuando le oía repetir:

“Disfrute nuestras habitaciones. Hotel Mumbay”

Parecía provenir desde algún lugar de sus sueños para quedarse allí, en su vigilia. Una voz que, por no haberla oído antes, sería capaz de transportarla a Hotel Mumbay o a cualquier lugar del mundo….Pero esa voz adquirió un rostro cuando él puso su pie derecho en la puerta del bar y ella se sintió, por segunda vez, desconcertada.

Porque a los diecinueve días de aquellos veinte ella había querido saber de quién era la maldita voz. Le dijeron que se trataba de un locutor nuevo que trabajaba de seis de la tarde a once de la noche, de quien el dueño de la radio decía que con ella bien podía revivir a un Lázaro. Ese mismo día, un poco antes de las veintitrés, fue al bar en el cual ahora se encontraban, pidió el teléfono y llamó a la radio.

Precisamente él le respondió. Por primera vez no habló a miles, sino sólo a ella. Y por primera vez ella sintió desconcierto, aunque éste fue por un instante parecido a la alegría. No supo qué decir. Sólo se le ocurrió preguntar si no se encontraba De Souza. El jugó otra vez a no darse cuenta con la certeza de que, fuera por donde fuera, aquella conversación tendría el mismo final:

- No, no se encuentra. Quedó de venir más tarde. ¿Quién habla? ¿Quiere dejarle un mensaje o desea hablar con él personalmente?....Si quiere puede venir y esperarlo acá….No, no va a estar sola, yo tengo que quedarme un rato largo todavía…Que no me conocés? Bueno, podemos conocernos ahora….

Y después vinieron los acostumbrados etcéteras y todas esas cosas.

…………………………………………………………………………………………….



Por haber ocupado ella una de las mesas más visibles del pequeño bar, le había sido imposible a él no encontrarla. En cambio a ella no le fue tan fácil vincularlo con semejante voz, y quizás por eso nunca más fue capaz de conciliar toda aquella realidad con su fantasía. Sólo después se fue reinstalando en la aceptación, en el acostumbramiento, en la indiferencia, y así fue hasta quedarse en esa arista en la cual la distensión acaba y comienza el aburrimiento. En el bar frío, pleno de luz blanca, instalaron un intercambio de silencios como si aquella cita sólo fuese un trámite. El cada tanto llevaba el vaso a su boca y, cerca de ella, lo mantenía sin decidirse a beber. En una de esas ocasiones ella alcanzó a mirarlo, anhelando que todo concluyera de una vez.

Pero no debió transcurrir mucho tiempo antes de que el mozo, a solicitud de él, le hiciera saber cuánto debía. Los ojos de la mujer erraron entonces entre lo que restaba después de aquellas dos horas: el pincho con los tickets de la consumición, dos platillos con bocaditos, un cenicero con tres colillas y sus dos vasos con lo último de algo que ya no era whisky ni agua. Después volvieron al locutor por última vez: observaron su cabello ralo peinado hacia atrás y recargado de Glostora, su nariz ganchuda en cuyo extremo podía ver un comienzo de rosácea, su dentadura postiza amarillenta, sus hombros donde había caído la caspa que no había resistido al peine, sus manos de dedos cortos, gruesos y cuadrados que sostenían un Plymouth sin filtro. Recordó a una prima suya, apasionada de Nicola di Bari, que se pasaba diciéndole que las voces hermosas venían, casi siempre, de caras feas.

- Desgraciado! Pensó acariciando apenas con índice y mayor izquierdos algo de su cabello que caía sobre su hombro derecho. El mozo aguardaba con la billetera de Pilsen abierta, mientras mirando lejos disimulaba muy bien estar siendo el único testigo de aquel derrumbe. El solamente observaba los compartimientos de su billetera, donde quedaban cincuenta pesos, y pensaba cómo había podido quedarse sin dinero tan a principios de mes, en un bar, y frente a una mujer con la cual tenía planeado acostarse dentro de cuarenta minutos.

- La mayoría de las mujeres te cobran a cambio de su tiempo - le había dicho De Souza en la radio. - No sólo las de los quilombos; están también las que te pelan en algún bar, que son las más peligrosas porque son cantidad, y aún así no te das cuenta. Después están esas que arman con vos como una sociedad en la que le bancás la casa y ellas los cosméticos. Pero eso no va a pasarte mientras no te metas con una mujer de fijo.

Sin embargo a él no le había ido tan mal como para concordar con una apreciación tan dura. Porque con una mujer hasta habían llegado a arreglárselas para tener sexo parados junto al muro del cementerio, y con otra se habían metido en una casa abandonada. Pero a esta, justo a esta, se le había antojado aquel preámbulo de dos horas en un bar.

Ella había comenzado a presentir su desgracia cuando lo vio subir pesadamente los tres escalones de la puerta del bar. Vestía un pantalón negro de tiro corto, una polera en juilliard amarilla, un saco celeste y mocasines de suela que taconeaban graciosamente. Y fue primero el taconeo, sólo después vino la voz. Era él, sí, no podría ser otro. Aunque a ella bien le habría gustado que todo se tratara de una equivocación.

A su pretensión de que él la amara como en sus fantasías empezó a abandonarla cuando él dejó saber que en la radio había una piecita tranquila, apartada, donde nunca entraba nadie. Después le comentó, como si no ocultara una intención mezquina, que en ese momento andaba, como siempre, con sus llaves. Ella, aunque ignoraba la posibilidad de tener sexo junto al muro del cementerio, o de meterse en una casa abandonada, se resignó a pasar aquella noche en la referida piecita. Por eso accedió a irse caminando un poco más allá y a pasar de largo frente a Hotel Mumbay y frente a más de una casa abandonada. Temía y deseaba que él la tomara del brazo fuerte, que le dijera ¡acá!, la sometiera en la oscuridad, y ella comprobara en eso que él, además, tenía mal aliento. Sintió que lo estaba mereciendo por confundir a un hombre con una voz.

Volvió a verlo algo más de quince días después tal como lo recordaría luego de veinte años, cuando la ciudad ya no luciera como en el recuerdo; con aquellos pocos teléfonos, una sola estación de radio y sin canales de televisión. Ella estaba acompañada por otro hombre en otro bar – un hombre que tal vez sí le hubiera podido regalar una noche en Hotel Mumbay – y como en una película en blanco y negro lo vio atravesar la plaza, filigrana rota, caleidoscopio hecho añicos, circo tirado por un vendaval, con ambos pulgares embutidos entre su pantalón y su cinto y en su derecha un cigarro que supuso debía ser, como en aquella noche, un Plymouth sin filtro.





Una vela, algunas flores, o algo



Aquel hombre se llamaba Pastor Díaz y yo lo había conocido en casa de mi amigo Esteban Lagomarsino, probablemente a finales del 85 o a comienzos del 86. No por casualidad me encontraba entonces leyendo a un romántico inglés menor que parecía argumentar que todo cuanto queda de éste, nuestro paseo bajo el sol, no es más que una vela, algunas flores o algo. Tal vez su lectura pueda reivindicar a Esteban - si éste lo necesitara - en esta hora, por eso en estos últimos días he vuelto a meterme en ella…

Cuando conocí a Pastor Esteban viajaba muy esporádicamente, y siempre por obligación, a la capital. El resto de sus horas se dividían entre el cuidado de su madre, Begonia Halty, mujer de unos sesenta años en quien no era difícil conjeturar un pasado no lejano de belleza, y la administración de dos estancias. Una era llamada “La Sorpresa” y se encontraba en el departamento de Treinta y tres, justo en la costa del Arroyo del Parao. Era un campo rico en pasturas, aguadas y abrigo, en el cual se reproducía a su merced el ganado vacuno en cuyos cuadriles dejó Esteban su marca en cada yerra de octubre Tenía además, al poniente, un parque arbolado con algarrobos bajo los cuales mateamos en más de un atardecer de verano, tras el regreso de las faenas camperas. Ramona Velásquez, una mulata vieja que según palabras de Esteban jamás había estado en la ciudad, nos preparaba generosos carreteros al vino mientras tanto. Cuando divisábamos los focos de los automóviles, que se acercaban por la ruta ocho en el crepúsculo hasta hundirse tras un desmonte, esperábamos para verlos reaparecer de pronto, ya más cercanos, y perfectamente delimitados. ….Entonces Ramona llamaba a la cena. Así morían nuestras tardes.

Al otro establecimiento lo llamaban “La lucha”. Lo recuerdo coronado por un vasto casco colonial de gruesas paredes blancas, en cuyas ventanas parecía que jamás dejara de zumbar el viento. Se encontraba justo en el lomo de la Cuchilla Grande, en el departamento del Soriano. Comprendía casi dos mil cuadras de buen campo ovejero que habían quedado en manos de su madre en 1974, cuando su padre debió dejar el país. Cinco años más tarde un militante del Partido Comunista en la ilegalidad les comunicó que su padre había muerto en algún lugar de Brasil. Entonces ambos la tuvieron por legítima herencia.

- ¿Qué te parece? No se cansaba nunca de inquirir Esteban. Mil setecientas sesenta y cinco hectáreas de buen campo. Y luego agregaba una restricción que era casi como un lamento. - Claro que no son ni serán ni mías ni ajenas desde que a mi padre se le cruzó por la cabeza esa maldita idea de meterse tanto en eso del comunismo.

A Begonia Halty la recuerdo como una presencia silenciosa en los pasillos y escaleras de su casa. Al pasar frente a alguna puerta podía vérsela fumando los superlargos Jockey que con el pasar de los años fueron impregnando muebles y cortinados. Pastor Díaz era un paisanito diminuto y de expresión adusta que, sin embargo, llegó a impresionarme en poco tiempo por su buena disposición y su honradez campesina. Su único vicio consistía en despertar a diario a las cuatro y media para escuchar a todo volumen una audición de chamamés que lograba sintonizar en una radio argentina. Esteban sólo se refería a él de manera muy frugal, pero una mañana, mientras conducía su camioneta hacia “La lucha”, me dejó saber que había nacido en aquella estancia y que ahí se había criado. Gustaba de presentarse como “persona de confianza de la señora de Lagomarsino”, condición que parecía esgrimir como una credencial así en el campo como en la ciudad. Nunca pude conocer a mi satisfacción el significado de tal adjetivo entre sus relaciones. Ni entonces, cuando tuve la oportunidad de observar con atención el lenguaje de aquellos hombres, ni ahora, cuando han pasado veinte años en los cuales sólo tres minutos he vuelto a estar con Esteban y dos semanas demoró una enfermedad de extraño nombre en matar a Begonia Halty. Pastor venía cada quince o veinte días a la ciudad por corretajes en los bancos y trámites ante oficinas públicas. Compraba alimentos y remedios que atestaban las despensas de ambas estancias, y gozaba de cierto salvoconducto ante firmas consignatarias de ganado; no sólo para conocer el importe de lo recaudado por sus ventas, sino también para disponer de ello según su criterio personal. En cierta ocasión debió permanecer cuatro noches más de lo previsto en la ciudad, ya que un temporal de agua y viento, y la consecuente crecida de algún paso le impidieron la llegada a “La sorpresa”. Esteban lo hospedó en su casa, naturalmente. Superada tal circunstancia permaneció todavía una semana allá, y durante el transcurso de ésta no visitó más que tres o cuatro negocios de su necesidad.

Algún tiempo después Esteban me comunicó su determinación de radicarse en Montevideo. Me dijo también que estaba esperanzado en iniciarse en la cría de ganado Aberdeen, por lo cual ya había viajado a Buenos Aires a fin de interiorizarse en el tema con hacendados del lugar. En medio de tal conversación me dijo:

- Pero Mamá se queda con Pastor. Es mejor así.

Esteban regresó de la capital hace unos cuatro años, la tarde misma del sepelio de su madre. Al día siguiente puso la casa en venta a muy alto precio en una inmobiliaria local. En cuanto a Pastor Díaz, poco más supe a su respecto. Sólo me enteré de que se mantuvo como el único ocupante de la casa mientras la misma lució el cartel que la ofertaba. Lo había dispuesto Esteban. Y me lo dijo al despedirnos en el cementerio:

- Pero la casa queda a cargo de Pastor. Es mejor así.

Coincidí con él en un ascensor de la Caja de Jubilaciones en febrero. En la necesidad de improvisar alguna elemental fórmula de conversación que nos pusiera a ambos a salvo del naufragio, le pregunté por Esteban. Pastor me respondió, sin embargo, sobre Begonia Halty:

- Ni siquiera sé dónde están los restos de la pobre. No sé si están acá, allá en la estancia o en Montevideo. Si no fuera así yo podría visitarla. A veces tengo ganas de llevarle una vela, algunas flores o algo.

Así me dijo.









Un taxi para un viaje astral.



6 a.m. Madrugada de lluvias. O “lluvia de la madrugada”. (Debo puntualizar aún que la elección de la preposición es fortuita; también podría haber sido “con”). El taxi aminoró su marcha casi hasta detenerse en un cruce sin semáforos y, apenas entrevió el chofer que no venía nada, retomó su marcha. Cuando fue a hacer segunda la vio, resguardándose bajo los toldos de una sucesión de comercios, inmune al fin a la lluvia, aunque por el momento. Por eso el taxi se detuvo, ahora totalmente. El conductor se inclinó sobre su asiento hasta abrir la portezuela y para – de paso- permanecer inclinado casi en una reverencia, de masculino modo. Ella, de femenino modo, se inclinó también aunque afuera, buscando conocer la cara de él ayudada por las lucecitas del reloj del taxi, o de su radio, o del tablero. La descubrió. Antes había descubierto ya su voz, invitándola a subir a aquel, su mundito, que iba y venía sobre cuatro ruedas. Decidió responder que sí a la invitación y puso por eso su pie izquierdo en el vehículo. Ocupó el asiento delantero, (claro que a sabiendas de que quien lo hace suele gozar de ciertas prerrogativas que, más tarde o más temprano, puede que se los cobren). Un olor a pantasote traspirado la recibió y la abrigó al instante de la lluvia y la madrugada oscura. El se ofreció a llevarla. ¿A dónde?

- A Constitución y Comercio, dijo ella. Soy secretaria en “Offices”





Fue así como la primera secretaria de ese día, que llevaba una cartera y en ella un libro sobre Sai Baba, ascendió al auto. Se estaba bien allí. Completaba el ambiente un aire acondicionado encendido desde hacía quién sabe cuánto tiempo y un tango de Julio Sosa, agonizando tras las distorsiones de los truenos. Comenzaron por preguntarse sus nombres. (El encuentro ya tenía una explicación verosímil si alguien lo requiriera: ella, apenas concluido su tránsito bajo aquel toldo de una media cuadra de las largas, iba de todos modos a acercarse al cordón de la vereda para esperar al próximo taxi, no éste, pero apareciendo éste….El podría contestarle que estaba por entregar el turno y volvía vacío, y ya que la había visto con aquella lluvia, no?....) Después, para justificarse en la primera madrugada, ella no precisó más que diecisiete palabras:

- Vivo ahí, a la vuelta, en el primer edificio. Entro a trabajar a las seis y media.



Fue feliz a lo largo de seis cuadras junto a su caballero del amanecer. Hasta llegó a creer que la vida sería plácida bajo la lluvia que dejaban afuera las colisas y los burletes del automóvil. Aunque no supiera que las colisas se llamaban colisas y que los burletes se llamaban burletes, sabía que existían y que estaban allí rodeándolos, protegiéndolos; buena manera al fin de ignorar los nombres de las cosas.

Eso fue, y así concluyó su primera posibilidad de coexistencia.



La segunda fue algunos días después, y en esa madrugada no llovía. Consideremos que si el primer encuentro entre dos personas puede refugiarse en el azar, el segundo, en cambio, necesita siempre una justificación. Y hubo algo en lo cual llegaron a concordar, aunque sin hablarlo: No podía ser la casualidad la que los llevara a esa esquina dos días a las seis. A ella la conducía su obligación laboral, así como su aspiración a convertirse en la más puntual de las secretarias. A él la necesidad de que ella completara su mundo con palabras y perfumes. El empezó a entender esa vez, aunque no terminó de hacerlo. Por eso a los siguientes días ella los dedicó a explicar sus encuentros según su marco teórico:



- Si pregunté tu nombre la primera vez que nos vimos no fue para saber quién eras; eso ya lo sabía. Sólo lo escribí en un papel y lo puse bajo una pirámide de Pavlita. Esa será mi forma de poder ayudarte.

- ¿Ayudarme?

- Ayudarte. ¿Por qué no? …El individuo sólo puede realizarse por medio del servicio a los demás… de la expansión hacia lo universal…

- ¿Ayudarme a qué?

- A que te quites eso que tenés

- ¿Esto que tengo? ¿Qué es lo que tengo? Preguntó o respondió él sin mirarla porque: a) había llegado a esperar que ella utilizara opuestos verbos: “eso que te falta, yo te lo puedo dar”, por ejemplo y porque b) No tengo nada que me vayas a poder sacar. El auto no es mío, lo laburo y apenas me da para comer. De lo demás no tengo nada.

- Problemas, digo.

- ¿Qué problemas? Económicos nomás. Toda la gente los tiene.



(Después viene una parte en la que a él se le aparece en la mente a modo de ocurrencia algo que nunca llegó a verbalizar: - ¿Y además me vas a sacar ese otro problema? ¡No me digas que aparte de buenas caderas también tenés plata!…

- Ese otro problema…. Esta soledad.

- Los taximetristas andamos todos solos. Salvo cuando vamos con un viaje.

- Eso que hace que me busques en cada madrugada…



Este coloquio tuvo lugar en el quinto encuentro. Y se terminó porque estaban arribando ya a su trabajo y también porque, mientras él hablaba, ella había decidido dejar el tema para esa noche: ingresaría a estado beta y envolvería tanto su cuerpo astral como su cuerpo mental en un aura de amor y paz.



Durante algunas madrugadas coincidieron. No sólo en la esquina, donde se producen la mayoría de los encuentros incluidos los fortuitos, sino en la mitad de la cuadra, donde tienen lugar los premeditados, los que no explica Lobsang Rampa. En tales ocasiones él se sometió a sus homilías y hasta llegó a creerle.

Pero un día no pasó por allí. Ella estaba entonces esperándolo, como siempre. Traía esa vez un libro en el cual le explicaría cómo era aquello del tercer ojo y él podría descubrir que su tercer ojo acusaba miopía severa. Eso fue poco después que el taxista se lo contara todo a un amigo y le dijera -entre otras cosas y parafraseando a la mujer - que lo único que podría seguro sacarle, ella a él, era aquel creciente deseo de fornicar que, desde la primera madrugada en que la vio, había estado inmovilizándolo sin que él supiera cómo decírselo sin metáforas.

Un muerto de pueblo.





“De modo que esto es la muerte”

(Cien años de soledad)



Hace algunos años una pobre gitana, que intentaba venderme un hervidor esmaltado en la puerta de mi casa, me vaticinó que habría de morirme bailando. Desde entonces, y hasta hace tres horas, viví pensando que aquella profetiza había logrado al menos contagiarme la obsesión de que la muerte siempre llega cuando menos la esperamos. Sin embargo debería reprocharle hoy que nada hubiera dicho la gitana sobre estos aditamentos de mi momento último. Porque aún habiendo comprobado en este instante que la muerte no es más que corolario o reverso de la vida, pienso también que fueron sus circunstancias – la hora y el lugar de su advenimiento – las que hicieron de ésta, mi muerte reciente, un acontecimiento casi odioso, y de mí un muerto sólo embargado de este temor irreprimible de una condena a la reprobación. Otra cosa habría sido si una incurable enfermedad, minando mi cuerpo, me hubiese matado en mi cama a cualquier hora, lleno de paz y vacío de gloria. Si la muerte no hubiera sido este accidente que me deja al borde de otro suceso y sin la posibilidad redentora del olvido, quizá no habría sido preciso ocultar este cadáver vergonzoso en que siento haberme transformado.

Tanto habíamos anhelado en el pueblo, durante cuatro años, la llegada de una noche como ésta, que llegamos a creer que nada en el mundo habría de arruinarnos el holgorio. Ni siquiera la muerte. Porque aunque no dejamos de morirnos en todo ese tiempo, tampoco hubo ocasión de bailar a tres leguas alrededor. Por eso, a iniciativa mía, la comisión del club contrató una orquesta de seis hermanos que integraban la banda del cuartel y que venían con la reputación de ser el deleite de los paisanos de Río Grande. Fui yo quien envió quinientas invitaciones a las cuatro partes del campo, y a otras tantas las entregué en manos propias a los vecinos del pueblo. Hasta quise, sin saberlo, que estuvieran aquí y en esta noche bailando, sin acordarse del mundo y sus imperativos, el juez de paz, el doctor y el comisario. Hace unos minutos me animé a jugar a creer que si estuvo vedada la presencia del cura en la hora y lugar de mi deceso, no fue por no violar ningún voto sino por no someterlo al sacrilegio de tener que bendecir con los santos óleos una muerte ominosa.

Al ritmo de la orquesta de los hermanos militares ya estábamos bailando un sincopado cuando de pronto me perdí......(Recién en ese momento alcancé a darme cuenta de que, siendo tan buen bailarín como lo era, debí haber considerado siempre que sólo la muerte podría hacer que mi corazón fuese a contratiempo de la música.) Y caí. Recuerdo la mirada de mi esposa, mirada un tanto inquisidora que sólo cinco o seis veces se había quedado en mis ojos a lo largo de nuestra vida. Ella sólo atinó a impedir que me golpeara al caerme, pero no se lo permitió mi peso, que ya debía estar empezando a ponerse de muerto… Los vecinos, sorprendidos, empezaron a formar un corro en torno a nosotros hasta que el doctor les ordenó despejar mi cuerpo. Acto seguido liberó mi cuello de su corbata de satén y pidió que me retiraran a un lugar aislado. (Ahora sé que lo movió el propósito de que no cesara de circular mi sangre justo allí, frente a tanta gente que al fin no había venido más que respondiendo a nuestra invitación a bailar). Después ordenó que me dejaran sobre una superficie alta y plana. En respuesta me dejaron aquí, en esta mesada de la cocina del club, donde seis minutos más tarde morí tras desgarrarse por completo alguna parte de mi corazón. Eran las tres y diecisiete.

Recostando su oreja derecha a mi tetilla izquierda el doctor auscultó mi corazón ya sin latidos. Dijo “no” con la cabeza y levantó la vista en el deseo de auscultar también, esta vez el parecer de los otros dos, cuyos ojos bailotearon entre los de los demás. El comisario sólo se preocupaba por ser concluyente: de ninguna manera iba él a suspender el baile, para el cual todo el pueblo se había estado preparando desde hacía cuatro años, por un muerto nuevo, aunque ese muerto fuera integrante de la comisión directiva del club. El juez volvió su atención al doctor y dijo:

- Usted sabe que si quiere, puede.

- Y usted que yo quiero si usted lo quiere primero. Replicó el doctor – Sólo que en algún momento esto se habrá de saber.

- Si - asintió el comisario. - Pero cuando lo sepan van a haber bailado tanto que ya no tendrán ganas de andar averiguando cómo fue.

- Además - informó el juez - no conozco un muerto reconocido en su hora exacta. Si se trata de la vida eterna, como dicen por ahí, qué le hacen tres horitas de más, tres de menos?

- Lo daré por muerto a las siete de la mañana - concluyó el médico - Después que pase todo este barullo. Es la hora de los infartos. Sabían?

Después me amortajaron con este mantel que huele a pizza y jabón en polvo, y al irse pasaron dos vueltas de llave en cada puerta, queriendo que yo descansase en paz.

Es por eso que con su camisa de Madrás, su pantalón de gabardina de algodón y sus mocasines con costura interior, está mi cuerpo a merced de la concordia pública. Aguarda a que sus vecinos desgasten las ansias de jarana que habían reprimido durante cuatro años y luego sí, disponga de él según lo han concertado las autoridades. Aquí nomás, pared por medio, sigue el baile. La orquesta que yo mismo había llegado a pagar para que comenzara a actuar media hora antes de caer muerto, canta y canta a mi pesar. Mi esposa, la sabedora única de mi verdad callada, fue asistida por el mismo doctor después de haber constatado mi muerte. Entre fórmulas de consuelo, frases

Hechas y otros lugares comunes, la llevaron a la policlínica del pueblo y le administraron Lesotán. Después, asida del brazo por vecinas y amigas, fue acompañada de regreso a casa. Ahora, ayudada por ellas mismas, desocupa la pieza donde ha de jugarse el próximo acto de esta farsa: mi velatorio. El comisario, el juez y el doctor duermen en sus casas anhelando convencerse de que jamás estuvieron en este lugar. Despertarán los tres, para simular mi muerte, a las siete. De tanto en tanto los pocos muchachos que en este baile se aburren, por no haber encontrado una compañera para bailar, vienen a indagar a través del ojo de la cerradura. Ahí se ríen y recuerdan o inventan historias de fantasmas. Después alguien los corre diciéndoles que a un baile se viene a mirar gurisas vivas y no a un muerto viejo. A las 3.52 una pareja de adolescentes comenzó a discutir a algunos metros de mí. El quería llevársela a su casa en ese momento, mientras los padres de ella bailaban tan animados. A las 4.07 el baile se detuvo y el animador anunció la elección de la reina del club. Cinco minutos más tarde el título recayó sobre Magdalena Robles, hija de mi vecino Pascual, el mecánico de bicicletas del pueblo. Me alegré por ella; lo merecía por su hermosura y elegancia pero lamenté profundamente que debiera llevar para siempre el recuerdo de mi muerte sujeto al de de su coronación. En cuando a mí, he comenzado también a aprender los preámbulos indudables de mi próxima putrefacción: cierta sequedad pétrea en mi boca, rigidez de vidrio en mis extremidades y cierta regurgitación en mi bajo vientre. Sin embargo siento que ya estoy contemplando a los hombres y sus razones con ciertas conmiseración e indulgencia que - siempre lo sospeché - sólo pueden tener los muertos.

Sé que apenas amanezca vendrán los empleados de la funeraria a recoger mi ataúd con ostentación de ceremonia. Los vecinos más madrugadores tendrán entonces la oportunidad de creer que a esa hora, y nunca antes, me habré muerto. Sé también que traerán un féretro inadecuado a mi talla (El dueño de la funeraria se lo comunicó con preocupación a su mujer mientras bailaban: sólo tiene uno de niño, otro para obeso y otro digno de un basketbolista. Ella lo reprendió con recriminaciones de esposa cuando lo supo) De modo que ya estoy dispuesto a que me lleven al cementerio desplazándome, ahora cuatro centímetros hacia arriba, ahora cuatro hacia abajo, como para desplazarse cuatro horas en el tiempo fue mi muerte.

Entonces sí, a las siete, cuando el consenso popular se haya animado a laudar esta realidad, recién podré sentir que me habré muerto de verdad, en paz y para siempre. Sólo lo sabe Dios. O el doctor, el comisario, o el juez, que en este pueblo son casi la misma cosa que Dios.



















Sólo un loco solo.





Ni él ni mi lector ni yo seríamos capaces de establecer con certeza, si nos lo propusiéramos algún día, si ello sirviera a alguien para algo; qué cosa precedía a qué otra, cuál estado a cuál: si estuvo primero la demencia que el hecho o a la inversa. Si él fue el único capaz de acometer contra aquel orden de la realidad por loco, o si sólo podríamos llamarlo con derecho “loco” tras la madrugada aquella en la cual, una vez más, se abrieron y cerraron los paréntesis de su mente. Qué resta de aquello que no hubiera podido ser jamás, si es que algo resta? No lo sé.

Eran las tres y media o las cuatro menos veinte. Tanto lo había estado premeditando que la urgencia por consumar aquel, su sino histórico, lo había tenido en vela hasta entonces. Pendiendo del último hilo de una telaraña de enajenación transitaba solo el pavimento. Transportaba su cuerpo grande un ciclomotor, viejo aunque todavía veloz que delgado, casi transparente, se vería si con tal peso no cargara. La humedad fría de la madrugada – fue en el mes de Julio – empañaba persistentemente los cristales de sus lentes, y algo como una llovizna comenzó después a mojar su cabello descubierto. Igual siguió avanzando. Hacía mucho tiempo sabía que ese momento iba a llegar y que él, entonces, iba a ser seguro el elegido para llevar adelante la acción. Si optó por acortar su trayecto sólo fue a través de un camino vecinal que bordeaba la ciudad hacia el norte, pero unos veinte minutos después ya estaba en la ruta nacional. La oscuridad se hizo espesa y dejaron de verse hasta las luces de los últimos caseríos. Aceleró un poco más su ciclomotor. Los aros del pistón habían empezado a golpetear hacía días, anunciándole que pronto debería cambiarlos. La cadena estaba un poco larga, por eso sonaba contra el tapacadenas. Después, él lo sabía, se venía una leve hondonada a un par de quilómetros y más allá, apenas coronando el repecho, él también lo sabía, estaba la plazoleta de entrada. Un ómnibus y un camión lo cruzaron minutos después y lo sacudieron en cimbronazos sus vacíos de aire.

El ruso Peña, un sargento que nunca había podido entender por qué lo llamaban con tal gentilicio a no ser por sus ojos siberianos, quitó la pavita de la estufa a leña, vertió el agua en su termo de Peñarol, y con un pequeño resto templó su nuevo mate. Luego volvió a llenar la pavita en el baño y la depositó otra vez entre las brasas, clavó su bombilla de camionero en la yerba humeante y se sentó a amarguear otra vez con González, el soldadito al que le había tocado la puerta esa noche, como veinte años menor que él. Para eso quitó el fusil de su lado izquierdo y lo recostó, a la pared también, pero del lado derecho. Después se puso cómodo en su silla; así conversaban más a gusto.

Se había determinado a ello algunos días antes en la mercería, mientras su esposa despachaba cierres y bikinis. El estaba a cargo de atender el negocio por la mañana, aunque no tuviera una hora precisa para abrirlo. Generalmente lo hacía después de las nueve porque antes pasaba siempre por El Templo y tomaba un Espinillar con bastante hielo. Por las mañanas se vendía muy poco, y eso talvez fuera lo que las hacía interminables para él. En realidad no sabía si la clientela prefería no visitar la mercería por la mañana debido a su costumbre de abrir tan tarde o, a la inversa, si era él quien había decidido abrir a esa hora teniendo en cuenta que durante la mañana se vendía tan poco. Cuando por fin llegaba su mujer, a eso de las tres de la tarde, en lugar de irse a almorzar volvía a El Templo a beber solo. A veces lo hacía a pie, a veces en moto. Ocupaba una mesa en la vereda. Ahí se quedaba hasta hacerse la noche, bebiendo solo y viendo pasar adolescentes en moto.

Giró hacia su izquierda. El soldadito González sólo observaba un almanaque de Funsa colgado en la pared, mientras pensaba en voz alta:

- Dicen que el quince del mes que viene nos llevan a las maniobras. El catorce vuelve la otra tanda.

- Mirá! bromeó el ruso – Cerca de un mes sin aquello…Volvés derecho a la María Bonita…



En la víspera había sentido que ya no se trataba de una decisión personal, sino que había nacido para ser llamado por la historia para cumplir tal misión. Eso había sido enseguida del mediodía, mientras su esposa cortaba un retazo de guata que luego entregaría a una costurerita. Entonces él sólo la había estado contemplando sin hablar, con las manos en los bolsillos de su vaquero Far West. Pero en el transcurso de la tarde todo volvió a darle vueltas como en un hervidero. Iba a ir él a poner las cosas en su lugar. Si no ya no habría de “tiranos temblad” ni “libertad o muerte” que los pusieran a salvo a él o a los otros. Caminó hasta una joyería que estaba a tres o cuatro cuadras y preguntó al dependiente, como si supiera a ciencia cierta de qué estaba hablando:

- ¿Pistolas?

- ¿Tiene preferencia por alguna marca, vecino?

- Cualquiera.

- ¿Alguna idea de precio?

- ……

- ¿Le muestro los modelitos que tengo, vecino?

- Deme dos.

- ¿Alguna otra cosita, vecino?

- ……

- ¿Alguna balita, vecino? Tengo buenas, de las chinas.



Por los miradores de la garita escapaba hacia la noche una luz no muy fuerte.

- Cuando yo boxeaba en el Wander gané cerca de diez peleas corridas - confesaba el ruso Peña - Setenta y cuatro quilos pesaba en aquel entonces. La cosa se complicó cuando trajeron un morocho de Rivera. Creo que esa vez me jodieron porque aquel negro no era de mi peso. Habían arreglao una pelea a cinco raun. El negro había venido bien preparao y apartemente era una calamidá de grande. Algo descomunal. Arrancamos y él me tiró un par de manos. Pero se defendía mal. Yo lo estudié y lo estudié y vi eso. En el cuarto raun le salté así y le cambié la trompada, le di una con la derecha que el tipo nunca más se recuperó. No sé cómo el esparrin no le tiró la toalla allí nomá’. El tipo estaba mal. Sangraba de por acá de arriba de la ceja izquierda y estaba bien abombao. Lo tuve medio raun contra las cuerdas porque sabía que después de un piñazo de aquellos no iba a dar mucho más. Después en el cuarto raun lo tiré en la lona y no se levantó. No sé como hice para dar una trompada de aquellas. Hallo que si hoy tengo que dar una de esas de vuelta no sé si me sale.



Giró hacia su izquierda. González en su banqueta sólo afirmaba los tacos de sus borceguíes lustrosos en el piso y giraba despacio ambas suelas, mientras las miraba distraído, como si se trataran de limpiaparabrisas en la tormenta. Al oír el ruido de la moto los militares pensaron que ya se trataba del primer soldado, que se había adelantado a tomar el turno. Nadie le dijo “Quién vive” aunque él no estaba bien seguro de estar esperándolo. Vio abrirse una puerta verde o azul y dio un paso adelante. Tenían que ser, sí, esos el lugar y la fecha: un soldado, general o capitán conversaba animosamente con otro, y en el almanaque enorme que colgaba a la derecha leyó un año: 1982. En cuestión de horas debía darse la rendición. El no estaba dispuesto a transar. Rendición inmediata e irrestricta. Cómo debía hacerse, eso lo sabrían ellos: del comandante al comandante en jefe, y del comandante en jefe al director supremo o al otro jefe o al que fuera. Por último el presidente. Si, el presidente era el último. El lo sabía porque lo había leído en los libros. Ante la figura desproporcionada que recortaba su sombra a través de la puerta y contra las luces de la ruta, detenida o entrando despacio, González prefirió ahora pensar que se trataba del familiar de algún soldado que venía a buscarlo por asunto de enfermedad... Fue a ponerse de pie cuando el curioso recién llegado extrajo, sereno, de su bolsillo derecho una pistola Tala y del izquierdo una Bereta… Porque nunca se sabía, porque también en esto dos han de ser más que uno… Lo hizo con la solemnidad que sólo los años habrían podido otorgarle. No necesitó hurgar en lo profundo de su mente la exacta palabra a proferir en aquella hora. La había encontrado no por accidente hacía ya mucho en sus horas a solas en la mercería, la había pergeñado en su trajinar las calles, entre charlas con amigos y recuerdos del liceo. La había cultivado como se cultiva una perla, la había compuesto como se compone un potro, la había afilado como se afila un cuchillo. Abrió el primer cajón de su memoria y allí estaba ella intacta, sólo esperando por él para ser enrostrada con la vehemencia y firmeza de todo un pueblo. Quizás otras unidades ya se hubieran rendido a aquellas horas: el batallón quince, la brigada de infantería, el regimiento cuatro…Levantó ambas armas despacio y, cuando creyó estar apuntando a algún lugar, dejó que oyeran:

- Entréguense

- ¿Eh? Preguntó González

Como pasaron tres segundos sin que se entregaran, dijo:

- En serio. Entréguense.



El golpe debe haber venido segundos después. El ruso recordó, entonces sí, la mano con que había sorprendido al negro venido de Rivera en el 73. Y no precisó para ello de los gritos del ring side del Wanderers. Lo impulsaron más bien otros gritos: los de un teniente, que en la plaza de armas no se cansaba de arengarlos diciéndoles que cualquier medio era bueno a la hora defender el honor del Pabellón, de cuya custodia ellos eran ahora responsables, pues el enemigo estaba siempre al acecho y podía atacar en cualquier momento. Una de las pistolas cayó al suelo y, dando giros de trompo, fue a golpear en la suela del borceguí izquierdo del soldadito. Después su propia caída, contra el marco de la puerta u otro objeto contundente que ahí mismo le ocasionó aquel corte, réplica casi exacta del que aquejó a aquel boxeador nueve años antes, herida de guerra al fin que algún enfermerito debe haberse encargado de suturar prolijamente en su primer día de convalecencia en el hospital psiquiátrico. Más tarde la oscuridad…



El soldadito González se asió del micrófono de la radio y lo comunicó a la oficina de guardia. Llegó un vehículo militar, el primero de aquella noche, un jeep. La ambulancia sólo habría de llegar quince minutos después. Al sentir los grilletes que lo apresaban – de una capucha, o de un chaleco – no se inmutó. Alguien a su tiempo corearía en las calles “Liberar, liberar a los presos por luchar” entre otras consignas.



Fue así de rápido y sencillo: uno le dio una piña, otro le puso el chaleco de fuerza y Montevideo con él de nuevo. Volvió a los cuatro o cinco meses, convertido casi en un ángel por los choques eléctricos que allá le hicieron. Y ahí anda, loco por hacerse una quijotada u otra. Pero en aquella madrugada concluyó viéndose entrar a un lugar ya conocido, mientras el techo amarillo pasaba rápido frente a sus ojos y, sobre su cabeza, oía voces casi familiares: “Pentotal! Otra vez hizo crisis! Hará seis meses que lo tuvimos acá!”.

O inmovilizado contra la camilla, contra la realidad, contra sus calmantes, entró tal vez en la poesía; que acaso no sea sino la verdad contemplada a través de los ojos de un loco.



El ojo que mira.



Fue un domingo cuatro de febrero el día en que las dos misioneras del templo del fin del mundo llegaron a ti. Aspiraste en el momento una bocanada de humo que sabías la última, por lo menos de aquel cigarro. Amplia, profunda, la contuviste en lo más íntimo de tus pulmones, como paralizado por tu sorpresa al verlas.

- “¿Ves esas grandes construcciones? Fue lo primero que leyó una de ellas en las páginas de una pequeña Biblia que portaba.

Y tú las habías visto. Y no sólo eso: desde las ventanas de tu casa habías aprendido a admirar a los feligreses a lo largo de más de un año. Porque todos los domingos los primeros de ellos llegaban a las siete menos cuarto, y los últimos no después de las siete. Se saludaban con afecto y respeto, intercambiaban bendiciones y dios lo guarde hermano y, cuando arribaban los últimos, los primeros ya estaban mezclando hormigón o arrimando los ladrillos. Con el pasar de aquel año, domingo tras domingo, la construcción fue cobrando tamaño, forma, belleza. Así convirtieron la que había sido la casita de las Chumilo, las tres vecinas más antiguas del barrio, en aquella que habría de resultar sin dudas su más imponente construcción por muchos años. En la casa – que cada fin de semana iba quedando más y más escondida tras la incipiente pared frontera del nuevo templo – las dos hermanas Chumilo solteronas habían sobrellevado una reclusión que se diría de ascetas. La otra entretanto, viuda y sin hijos, había vivido una soledad casi estoica durante veintitrés años. Dos meses antes de morirse la última sobreviviente legó lo que quedaba de la casita y su terreno a la iglesia. Por eso a un año de su muerte, y de pleno derecho, los feligreses se habían puesto manos a la obra para levantar aquella otra casa, la de Dios. Era indudable (lo pensaste) que alguno de ellos algo debía entender en aquel oficio. De lo contrario: ¿cómo harían para concordar tan ambiciosa construcción veinte y tantos hombres y otras tantas mujeres, y sobre todo para lograrla tan perfecta? Claro que si algún día se lo hubieras preguntado a alguno de ellos (y a esto no lo pensaste), la respuesta no sería otra que quien sabía en verdad, así de aquello como de todas las cosas creadas, era el Espíritu Santo. Aquello era también una profesión de fe. Y la fe, según habías oído, movía las montañas.

Crecían los andamios que iban trabando la mampostería. Se multiplicaban las rondanas, gracias a las cuales los brazos de las mujeres – sólo hechos por la naturaleza a mover el cucharón en la sopa en la semana, o a rodear con sus dedos la punta de las agujas sosteniendo la lana – elevaron al cielo baldes con quince quilos de argamasa. Subieron llenos y volvieron al suelo vacíos durante tres meses. Así llegó el momento de apuntalar el encofrado para el techo, lo cual les insumió tres domingos a los hombres. Las mujeres se encargaban siempre de volver a dejar todo en orden, e improvisaban con tablones y caballetes un púlpito para que a las diez uno de ellos, en camisa blanca y corbata finita, predicara durante más de una hora algún evangelio. Hasta los niños, que a la hora del trabajo se entretenían haciendo guerras de pedregullos, interrumpían su fantasía intergaláctica de vereda a la hora del culto para oír con respeto al celebrante. Todos lo escuchaban de pie. Cada tanto alguno elevaba brazos y ojos al cielo y exclamaba algún aleluya, alabado sea el señor. Después, apenas terminada la prédica - como si cada sesión concluyera con una forzada lectura del Nuevo Testamento, en la cual Dios le ordenara al hombre seguir construyendo el mundo - los fieles retornaban al trabajo en el templo que, hilada tras hilada, prometía o amenazaba llegar al cielo.

Imaginaste un kamikase en Croacia. Este ingresaba a un restaurante a la hora de mayor concurrencia con su chaqueta plena de dinamitas, las accionaba ahí mismo y volvía pedazos comensales, mesas, meseros, empleados de la cocina y porteros. Lo viste irse abajo al edificio hecho un montón de escombros. Digno de un noticiero que otro hombre podría al instante estar viendo a través de la televisión, sólo que del otro lado del planeta. Ambos ignorarían que en aquella hora, allí frente a tus ojos, cuarenta hombres y mujeres construían un templo y sólo dejaban de hacerlo para orar en él.

Todo concluyó un veintiocho de enero. Aunque ese domingo llegaron como siempre muy temprano, media hora más tarde los viste salir de a dos y con portafolios. Dos señoras vadearon el baldío que separara la casa de las Chumilo de la tuya y separaba, desde ahora, tu casa del templo. Cruzaron la calle decididas. Las viste abrir delicadamente tu portón y caminar por el jardín hacia tu puerta. Las seguiste observando hasta que la segunda se ocultó bajo el alero del porche. Cuando caminabas hacia la puerta sonó el timbre. Fue cuando tú le abriste que la más vieja de las dos te endilgó:

- “¿Ves esas grandes construcciones? No quedará de ellas piedra sobre piedra. Todo será destruido”.

Y la otra vaticinó:

- “Una nación luchará contra la otra, y pueblo contra pueblo; habrá terremotos y hambre en diversos lugares”.

Y volvió a arremeter la primera para persuadirte:

- “Si estás en la parte superior de la casa, no bajes a recoger tus cosas. Si estás en el campo, no vuelvas a buscar tus ropas”. Marcos 13



Exhalaste por fin el humo y arrojaste lo último de tu cigarro al piso. Después, con la punta de tu zapato derecho lo aplastaste contra el dintel de tu casita. Se te había muerto de golpe la admiración y había nacido la incertidumbre: ¿Cómo justificar tan al fin de los tiempos los acopios de arena, las estibas de ticholos y bolsas de Portland, los clavadores de pino tea esparcidos por el piso para elevar aquellas paredes maestras y aquellos paramentos que habrían de derrumbarse de una vez y para siempre - sin otra alternativa de existencia - cuando cayera la más flamante construcción que jamás tus ojos habían visto? ¿Cómo entender ahora la arena, el agua y el cemento que se fraguan y hacen casi piedra; a una piedra sobre otra piedra que forman la pilastra que se yergue? ¿Con qué fin el trazo origina la figura, y la figura pare a la forma? Y el sonido, que se vuelve melodía, y la estimación que posibilita el cálculo, y éste que devela la certeza?















Santiago Cortés nació en Tacuarembó el 27 de mayo de 1966. Cursó estudios de Letras en la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República, obtuvo el título de profesor de literatura en el I.P.A y se radicó en su ciudad natal, donde ejerce la docencia y colabora con publicaciones culturales. Su primer libro “Música de Fantasmas” fue editado en el 2005. Del mismo se ha dicho que “con un estilo despojado pero contundente, que no cae en facilismos, desbordes de morbosidad o apuntes moralizantes, trabaja personajes sencillos que llevan vidas nada notables y, aún así, logra impactantes narraciones, que atraen por su contundencia”. “Música de Fantasmas” reunía once cuentos en los cuales comenzaba a esbozarse una suerte de mito personal que por momentos nos sugería: “Nada es lo que parece ser”.

En estos “Once cuentos más”, regresa tal vez para ahondar en la construcción de esa idea, tal vez para desecharla, pero siempre con la mirada atenta a las figuras casi espectrales de su realidad de provincia, tan obsesionante, pero tan querida al fin.